viernes, 24 de abril de 2009

Este 5 de julio...

Diferencias entre abstencionismo y voto nulo


Mario Campos

El Universal
18/04/2009


"¿Tiene sentido no votar?"

La solución a la pregunta que provoca este texto no es sencilla ni tiene conclusiones irrefutables. Para algunos la respuesta es sí; opinión de quienes ven en el abstencionismo una postura política, un pronunciamiento de rechazo a la oferta electoral que se le pone enfrente; una manera de estimular el cambio mediante la descalificación de los jugadores del momento. Para otros, la respuesta es no; negarse a votar es renunciar al ejercicio de la política, dejar a otros las decisiones que a todos afectan; una expresión de cinismo que poco aporta a la transformación de lo que se pretende cambiar.

Me parece que la respuesta habría que encontrarla a medio camino entre esas dos posturas, en un modelo que permita hacer del abstencionismo un mecanismo de expresión. Veamos cómo.

En primer lugar, el debate empezaría por distinguir ese fenómeno que llamamos abstencionismo. ¿Entendemos por ello el simple hecho de no votar o podemos incluir en este esquema todos aquellos votos anulados de manera intencionada? La distinción es pertinente pues el solo hecho de referirse a los que no participan nos deja en un terreno lleno de ambigüedades. ¿No acudieron a las urnas porque los candidatos y los partidos no eran de su agrado? ¿Se quedaron en sus casas para ver el futbol? ¿Nunca les ha interesado votar? ¿O se resistieron a legitimar con su voto un sistema electoral?

Como es evidente el dato en bruto no aporta mucho y sería un error asumir que todos los que no participan lo hicieron por las mismas razones, por lo que sólo una encuesta o un síquico podrían decirnos las verdaderas causas.

Fenómeno que no se produce cuando una persona acudió a las urnas pero claramente (es decir, sin que se trate de un error) opta por invalidar su voto en una declaración que señala que nada de lo que ahí había merecía su preferencia.

Una vez planteado este tema (la intención del que se abstiene) habría que abordar un segundo punto: el efecto del abstencionismo. Mucho se dice desde la ciencia política que los bajos niveles de participación repercuten en la pérdida de legitimidad de las autoridades que surgen de dichos procesos. Planteamiento que en la teoría quizá resulte cierto pero que en los hechos, en la mayoría de los casos, resulta irrelevante. ¿O alguien conoce de un particular que se niegue al cumplimiento de una ley bajo el argumento de que los legisladores que la aprobaron tenían poca legitimidad?

En realidad no es así porque lo que termina por hacer legítimos a los gobernantes es el propio diseño de las instituciones, de tal suerte que no importa si votaron muchos o pocos, sino si las condiciones en las que se desarrolló el proceso democrático —competencia real, equidad, libertad de expresión, debate de las ideas, etcétera— fueron respetadas.

Condición a la que se agrega un factor central: nuestro sistema electoral no contempla un porcentaje mínimo de votos para que un proceso sea considerado como válido; de forma que podría votar sólo 10% del padrón y no habría razones legales para invalidar la elección. Visto así, ¿cuál es el efecto de que un porcentaje de la población se abstenga?

Tanto para el funcionamiento de la institución como para el ejercicio de las personas que ocupan los cargos en disputa: ninguno.

Por ello es que si quisiéramos convertir al abstencionismo en un instrumento real de expresión —con efectos concretos—, habría que contemplar la posibilidad de que un porcentaje de votos anulados (que sí podrían ser interpretados como un acto consciente y no como abstencionismo fruto del mal clima el día de la votación) pudieran ser suficientes para declarar nulo un proceso.

Quede la propuesta para la discusión; bienvenido el debate.

Por el voto nulo


Luis González de Alba

Nexos
01/04/2009


"Contra el agandaye"

Los ciudadanos estamos representados en el Congreso por el diputado de nuestro distrito para que nuestra opinión sea tomada en cuenta, por eso es necesario que votemos y pensemos bien al votar, lo dice la Constitución y nuestro código electoral… (ya puede usted soltar la carcajada: ¡juar, juar, juar!!! O como se estila por internet: lol: laughing out loud=carcajadas).

En los hechos, los partidos han conseguido blindarse contra cualquier forma de control ciudadano:

1. Se dieron la llave única de entrada al Congreso y al Ejecutivo. Los partidos y sólo los partidos pueden lanzar candidatos a puestos de elección popular, cualquier puesto en cualquier elección, local o federal. Están en perfecta complicidad todos, sin excepción. Es un acuerdo entre secuaces para repartirse el pastel del presupuesto sin dar cuentas a otro poder ni al ciudadano, porque nada le deben ni tiene éste cómo oponerse.

2. Nos habíamos dado un Instituto Federal Electoral integrado por consejeros inamovibles para que ese árbitro tuviera completa independencia. Dieron golpe contra el IFE, en abierto desacato de la ley. Se pelearon por colocar cada uno su alfil y no cumplieron ni los plazos que ellos mismos se habían ordenado. Los ciudadanos sólo pudieron, la mayoría, tragarse su rabia; quienes escribimos, despotricar inútilmente. Nos repetirán el numerito cuantas veces se les pegue la gana porque no hay otro poder, ni la Suprema Corte, que pueda objetar sus golpes y someter por la ley a los golpistas. Van solos y no se quitan.

3. Atentaron contra la libertad ciudadana a informarse sobre las pillerías, malos manejos o francos delitos que un candidato pueda tener en su haber porque está prohibido “denigrarlos” y “deslustrarlos”. Es ya contra la ley señalar que la candidata a gobernadora por el PRD, Irma Serrano, declaró su admiración por Hitler, salvo, matizó, porque “dejó demasiados judíos vivos”. Es contra la ley ventilar los acuerdos de Mario Marín, hoy gobernador de Puebla, mañana candidato al duodeno distrito, con un pederasta. Es contra la ley mencionar el halconazo del 10 de junio al participante comprobado y fotografiado, pero candidato.

¿Queremos derogar esas aviesas limitaciones a la libertad de expresión y de información? Debemos pedirlo… a quienes las elaboraron con el fin de que no los pudiéramos tocar con el pétalo de una crítica.

4. De 500 diputados, 200 se deben única y exclusivamente a la dirección de su partido que les regaló la diputación a cambio de disciplina. Los otros 300 deben salir a pelear por su curul, pero una vez elegidos en votación universal no tienen obligación, ni incentivo alguno, para buscar la opinión de sus electores por la sencilla razón de que, hagan como hagan, sean faltistas o tesoneros, ignorantes o promotores de magníficas leyes, todos están castigados de antemano con la no reelección. Así que trabajan, de nuevo, para las oligarquías de cada partido en afán de congraciarse con ellas y, en tres años, saltar de una Cámara a otra y evadir la no reelección.

5. Desde hace cuatro legislaciones los vemos empecinados en la manera de meter zancadilla al contrario, al costo que sea para el país. Esperan iniciativas de ley frotándose las manos para no dejarlas pasar. Los “acuerdos” que nos venden como súmmum de ingeniería legislativa y condescendencia mutua son basura. Nada con respecto a reformas en fisco, energía, petróleo, trabajo, seguridad pública.

6. Han impuesto a las campañas electorales la trivialización de quien vende refrescos, moda o hamburguesas y nadie puede evitar ese daño a la vida republicana porque no hay el instrumento ciudadano para hacerlo ni el poder que equilibre esas desmesuras.

7. Hicieron gratuitos sus spots en radio y TV, pero no se rebajaron de manera proporcional los miles de millones que antes pagaban a medios electrónicos. Se asignaron tres mil 600 millones de pesos y debemos agradecer que no fueran 10 o 100 veces más, porque no habríamos tenido cómo impedirlo. A fines de febrero, los consejeros del IFE avisaron, en plena crisis que tiene en la calle a centenas de miles de desempleados, que se subirían el sueldo, de 175 mil a 333 mil… al mes. Se retractaron, pero el daño por la intentona desvergonzada ya es irreparable.

Por esto, porque nos han maniatado, los ciudadanos debemos anular nuestro voto, pedir el recuento de los insultos puestos en las boletas o, simplemente, no votar. En 1976, no tener otro candidato frente a López Portillo, hizo pensar al PRI que debería permitir una mayor expresión ciudadana, y así dieron inicio las reformas electorales culminadas en 20 años y que hoy vemos en peligro. Quizá los partidos recapaciten ante urnas vacías. Quizá no, y debamos recurrir a instancias internacionales.

Reflexiones sobre el sentido político del abstencionismo


César Cansino

El Universal
17/04/2009

"El voto de castigo"

No existe una regla aceptada por los expertos que dé cuenta con certidumbre del comportamiento electoral y sus variaciones en las democracias modernas. Tanto una copiosa concurrencia en las urnas como un marcado abstencionismo se pueden deber a un sinnúmero de causas coyunturales y estructurales. Por ello, no hay encuesta confiable ni cálculo infalible para anticipar con precisión quién o qué partido va a ganar una elección, cuál será el grado de participación o de abstencionismo, qué campaña será exitosa y cuál un desastre. Con todo, una cosa es cierta: en aquellas democracias en las que se ha registrado al menos una vez una concurrencia elevada a las urnas por parte de la ciudadanía, un repentino descenso en dicha participación o un incremento considerable del abstencionismo no se explica por razones de una cultura política escasamente democrática que aleja a los ciudadanos de las urnas, sino al contrario: por la existencia de una ciudadanía lo suficientemente madura e informada como para discernir que la oferta política que se le presenta es pobre y por tanto no merece ser respaldada en las urnas.

Consideraciones así son importantes, porque es muy frecuente descargar en los ciudadanos las insuficiencias de partidos y candidatos para conectar con sus potenciales seguidores. Por esta vía, el abstencionismo vendría a ser la expresión de una ciudadanía poco participativa y políticamente apática. Obviamente, pintar las cosas de ese color es muy cómodo para los políticos profesionales, pero no hace justicia a los hechos. Así como no hay una regla que explique puntualmente las variaciones en el comportamiento electoral de una elección a otra, tampoco el abstencionismo es sinónimo de una pobre o escasa cultura democrática, sino de una ponderación más o menos razonada de la mayor o menor utilidad del voto.

El argumento aplica perfectamente para el caso de México que, no obstante ser una democracia joven, ha mostrado patrones de comportamiento irregulares, desde la afluencia masiva a las urnas, sobre todo en algunas elecciones presidenciales decisivas, hasta de marcado abstencionismo, sobre todo en elecciones federales intermedias y en muchas locales.

Y si bien, por lo mismo, no se puede establecer una tendencia neta sobre el comportamiento electoral dominante en el país, una cosa parece cierta: los mexicanos se preocupan y se ocupan cada vez menos de ir a votar.

Teóricamente, las razones del abstencionismo pueden ser muchas y muy complejas: creciente malestar hacia la clase política, desencanto con la democracia y hartazgo hacia los partidos o existencia de un umbral elevado de confianza o aceptación de la democracia electoral que en lugar de motivar la participación la mantiene en niveles mínimos. Ambos casos —el malestar y la confianza básica—, aunque contradictorios entre sí, tienen algo en común: nacen de la sensación o percepción de que gane quien gane, para bien o para mal, con la democracia no pasa nada, o al menos nada decisivo y trascendental como para involucrarse activamente. Obviamente, la primera razón del abstencionismo —el malestar— es más frecuente en democracias poco consolidadas y con fuertes tradiciones autoritarias no muy lejanas en el tiempo, mientras que la segunda —la confianza básica— es típica de democracias consolidadas y de larga data.

De acuerdo con lo anterior, no es descabellado anticipar que el principal protagonista en las próximas elecciones federales intermedias y en la gran mayoría de las elecciones locales concurrentes será el abstencionismo. Podrá ganar un partido la primera mayoría en el Congreso; otro, alguna plaza municipal o estatal relevante; un tercero caerá en sus cálculos más optimistas. Pero en todos los escenarios, los ciudadanos nos sentiremos menos estimulados que en otros años para asistir a la cita. Y entre las razones posibles, la que prevalece en México es el malestar hacia la clase política más que la confianza básica a la democracia. A riesgo de ser muy general, la lectura prevaleciente entre muchos electores se acercará a la siguiente: el PAN tuvo su oportunidad, pero ha sido un fracaso en el poder; el PRD merece su oportunidad, pero sus élites se la pasan destruyéndose entre sí; el PRI está siendo prudente y busca capitalizar el desgaste de los demás, pero no deja de ser el inefable “partidazo” de la era autoritaria; y la chiquillada ha exhibido siempre grandes dotes de oportunismo y falta de compromiso con las causas nacionales.

En consecuencia, diremos muchos: “¿Para qué votar? Todos los partidos son un asco, y además no tienen ningún compromiso con la ciudadanía”. A ello hay que sumar factores coyunturales igualmente desalentadores, como la actual crisis económica, la situación de inseguridad, las pobres e inútiles reformas estructurales aprobadas por el Congreso recientemente (como la petrolera, la electoral y la del Estado), y las muchas que faltan por hacerse.


Las cifras del abstencionismo

Que el abstencionismo vaya a ser el gran protagonista de las elecciones no es una novedad y tampoco un asunto por el que debamos desgarrarnos las vestiduras, como vociferan políticos alarmistas. Si revisamos las cifras de abstención tanto en los comicios presidenciales como en los de diputados federales de los últimos 25 años, ambas muestran una clara tendencia al alza, con todo y que el comportamiento en algunos comicios parece escapar a toda lógica, lo cual bien puede deberse a la falta de instituciones electorales confiables en el país, sobre todo antes de la reforma electoral de 1996.

Considérese, por ejemplo, la elección presidencial de 1982, con una abstención según las cifras oficiales de apenas 32.55%, en una coyuntura de crisis económica, con una competencia partidista incipiente y con un “candidato oficial” con escasas dotes para movilizar al electorado pero que terminó arrasando en las urnas. Pero más sorprendente aún resultan las presidenciales de 1988, quizá las que más interés han concitado entre los electores, pero que según las cifras oficiales arrojaron la abstención más alta de la que se tenga registro hasta: 54.80%. Y como estos hay muchos ejemplos más, lo cual sólo nos sugiere una cosa: debemos tomar con pinzas las cifras oficiales, al menos las existentes hasta bien entrados en los años 90, para no generar espejismos.

No obstante ello, como decíamos, la tendencia al alza del abstencionismo en elecciones federales es clara. Mientras que en las presidenciales de 1982 a 2006 tenemos un abstencionismo promedio de 39.37%, las más recientes —las de 2006—, pese al gran interés que concitaron, arrojaron un abstencionismo de dos puntos por arriba de dicho promedio. En las elecciones para diputados, por su parte, el promedio de abstencionismo para el mismo periodo es de 46.10%, cifra que se eleva a 51.55% si contemplamos sólo las elecciones federales intermedias. De acuerdo con una estimación tendencial simple es posible establecer en alrededor de 62% la abstención para las elecciones de diputados de 2009, cifra que sentaría un precedente histórico significativo para este tipo de comicios, y cuyas consecuencias analizaré más adelante.

Mención aparte merecen los resultados de comicios locales a nivel municipal y estatal, donde ya se registran niveles de abstencionismo de hasta 80%, como en elecciones recientes celebradas en Baja California y Oaxaca. Para las elecciones locales de julio de 2009, pese a ser concurrentes con las elecciones federales, no existen indicios de que se pueda revertir la tendencia al alza del abstencionismo. Cabe señalar que sumando el conjunto de las elecciones municipales en todo el país, concurrentes y no concurrentes con elecciones federales, celebradas en el sexenio de 2000-2006, la abstención alcanzó 49.5%, cifra que aumenta a 54.5% si sólo se consideran las elecciones locales no concurrentes.

Causas y consecuencias

En la perspectiva de un triunfo del abstencionismo en las elecciones de 2009, habría que desechar por obsoletas las interpretaciones según las cuales un creciente abstencionismo es sinónimo de incultura política y una fuerte tasa de participación sólo es posible en naciones con culturas democráticas maduras. En efecto, pese a que la democracia mexicana está apenas dando sus primeros pasos, no se puede decir que la cultura política de los mexicanos sea escasamente democrática. Por el contrario, el abstencionismo constituye una expresión de creciente apatía o malestar social hacia la política institucional, lo cual nada tiene que ver con el grado de cultura democrática existente, sino con el pésimo desempeño de las autoridades y la pobre oferta política de los partidos en contienda.

En realidad, este diagnóstico vale para casi todas las democracias del planeta, pues hoy presenciamos una crisis de la representación política: un creciente extrañamiento de las sociedades y sus representantes. En lo personal, prefiero leer el fenómeno del abstencionismo en las democracias actuales asociado a este contexto global de crisis de la política representativa, que quedarme en la superficie de nociones como “fatiga” o “saturación” electoral con las que los politólogos y los electorólogos suelen referirse al asunto, pues no sólo subestiman la magnitud de la crisis de la política institucional de fondo, sino que suponen que basta perfeccionar las campañas o la imagen de los partidos ante el electorado para revertir las tendencias a la baja de la participación electoral, cuestión que la propia realidad se ha encargado de desmentir una y otra vez. Es decir, estas lecturas terminan haciendo apología de esa bazofia que es el “marketing político”.

No puede decirse que la cultura política de los mexicanos es pobre cuando los ciudadanos marcaron la diferencia en las urnas para que terminara de manera pacífica el viejo régimen priísta y fuera sustituido por otro distinto sustentado en la libertad y la justicia. Por ello, tampoco extraña que los electores no concurran ahora a las elecciones en la misma proporción que en 2000 o 2006, o incluso antes cuando la expectativa de cambio era un ingrediente adicional en los comicios, pues la mayoría de los mexicanos nos sentimos ahora defraudados o frustrados ante una expectativa de transformación que no se ha concretado. La percepción dominante entre los ciudadanos es que ninguno de los actores políticos, pero sobre todo el gobierno federal, los partidos y el Congreso, ha estado a la altura de las expectativas de transformación que se abrieron entonces. Otra cosa es calificar el tipo de cultura política dominante en México, o ubicarla en una escala de mayor o menor cercanía a los valores democráticos de tolerancia, pluralismo, participación, etcétera. Pero aun aquí seguramente nos llevaremos una sorpresa si se contrasta la cultura política de los ciudadanos con la de sus propios políticos. Basta de menospreciar a los ciudadanos. En México tanto el voto como el no voto son hoy en la mayoría de los casos elecciones individuales racionales y maduras.

La elección de no votar, cuando es consciente, es también una elección legítima: tiene un significado que quiere proyectarse políticamente. Tampoco comparto las interpretaciones que consideran que el desencanto de los ciudadanos más que con los partidos o con los políticos es con la democracia, pues han descubierto que ésta no resuelve milagrosamente sus problemas inmediatos. Nuevamente se etiqueta aquí a los electores y se presume que su apatía en las urnas nace más de la ignorancia y el desconocimiento de lo que es la democracia, pues la cargan de significados que no tiene. En realidad, este supuesto candor no aplica, pues lo que la mayoría de los ciudadanos en México pretende de la democracia es que sus representantes los representen adecuadamente, quiere mejores leyes y garantías, vivir en un verdadero estado de derecho. Ni más ni menos.

Pero, ¿qué consecuencias puede tener un abstencionismo creciente para el desarrollo democrático de un país, en particular para México? No hay que alarmarse. La mayoría de las democracias convive a diario con este convidado de piedra. Eso no significa que su presencia no advierta de un distanciamiento cada vez más visible de partidos y autoridades respecto de los ciudadanos, nacido de la inconformidad o la insatisfacción hacia la política institucional. Cabe precisar que en democracias consolidadas esta insatisfacción suele acompañarse de percepciones según las cuales la democracia está bien como está y participar o no en las urnas no cambia nada las cosas, o la democracia está maltrecha pero votar o no votar no modifica nada, o gane quien gane las elecciones las cosas seguirán iguales. Obviamente, se trata en todos los casos de posiciones que desalientan la participación. Las cosas en una democracia joven, no consolidada o que no ha podido sacudirse el peso del pasado autoritario, como México, son más burdas. Un ciclo de alta participación seguido de alto abstencionismo electoral sólo puede ser explicado por un hecho: la mayor o menor expectativa de cambio o de ruptura con el pasado autoritario.

Una afluencia masiva a las urnas estaría revelando una cierta confianza en la ciudadanía de que las cosas pueden cambiar, mientras que el abstencionismo indicaría lo contrario. La gente se moviliza cuando considera que es necesario hacerlo para avanzar en la democracia, y deja de hacerlo cuando ha dejado de creer en esa posibilidad. Lamentablemente, en México el abstencionismo llegó muy temprano en su vida democrática. No terminábamos de transitar a la democracia por la vía de la alternancia cuando el malestar y la frustración ya empezaban a campear. Pero como he sostenido, el alejamiento de las urnas no es una condición cultural, sino una consecuencia del pésimo desempeño de las autoridades. Es la constatación de una ciudadanía capaz de cuestionar con su silencio la pobre oferta política de los partidos o de castigar a una clase política ineficaz y timorata, o simplemente de enviar señales de malestar y desencanto a sus representantes con la esperanza de que algo cambie. En México el abstencionismo está muy lejos de ser, como en varias democracias consolidadas, expresión indirecta de complacencia con la política institucional. Al contrario, la arena electoral ha sido en los tiempos recientes el principal espacio de contestación a la política oficial, el ámbito genuino de expresión de la ciudadanía.

Por todo ello, el abstencionismo creciente debe alertar sobre todo a partidos y a gobernantes en general. Para empezar, debe quedar claro a los políticos que la mercadotecnia no aplica en nuestro país, que nuestra ciudadanía es lo tan madura como para dejarse engañar por espejitos o retóricas vacías. Debe quedar claro que el único criterio válido para aspirar a contar con las preferencias de los ciudadanos son sus propias acciones, la congruencia entre promesas y decisiones. La ciudadanía está más alerta y despierta de lo que los políticos sospechan. Ya es tiempo de que partidos y gobernantes se tomen en serio el “¡No nos falles!” del 2 de julio de 2000. Una consigna más que elocuente del nuevo México que hasta ahora muy pocos políticos han alcanzado siquiera a atisbar.

Concluyo con una nota optimista. Contrariamente a lo que sugiere cierta lógica, el abstencionismo creciente puede propiciar transformaciones interesantes en el sistema de partidos, y cambios positivos en las agendas y la fisonomía de los partidos en busca de permanecer como opciones electoralmente viables en futuras contiendas. Es decir, puede tener un efecto positivo: estimular y acelerar tanto la renovación política y la autocrítica que hasta ahora han desdeñado todas las fuerzas partidistas como la celebración de acuerdos interpartidistas efectivos en el seno del Congreso y en otras instancias con el objetivo de avanzar, ahora sí, en una verdadera reforma del Estado, tan necesaria para el país.

En contra del voto nulo y la abstención


Onésimo Flores Dewey

El Universal
18/04/2009

"Como entregar un cheque en blanco"

Anular el voto en la elección de julio es como jugar al Maratón y desear que gane la ignorancia. Los promotores de la idea, que ya circulan invitaciones en internet, creen que si suficientes mexicanos damos la espalda al sistema político, los jugadores —gobierno y oposición— se pondrán a trabajar en serio contra el crimen. Según ellos, si pierden todos los partidos políticos, gana México. La idea es interesante pero no me convence.

Llevado al extremo, el argumento sugiere desconfianza absoluta en la capacidad de nuestro sistema político. Asume que todo está perdido: que no hay partido ni candidato ni propuesta capaz de avanzar en la lucha contra el crimen. No es una invitación a votar contra los candidatos del Presidente o a favor de un político alternativo. Se trata sólo de gritar a todo pulmón que de todos los políticos en este país no se hace ninguno.

¿En serio creemos eso? Si fuese así, la idea de anular el voto sorprende por tímida. Quien verdaderamente considera que no hay luz al final del túnel escoge entre abandonar al país o unirse a la guerrilla. Ninguna de las dos opciones sería inusitada en el continente. Otros países en circunstancias similares han experimentado éxodos masivos producto del miedo o revoluciones basadas en la desconfianza.

Seguramente los promotores son menos catastrofistas. Creen que hay una solución posible y alcanzable, pero que el tema no ha recibido la atención que merece. Para ellos la lucha contra la inseguridad es cuestión de voluntad política, de “ponerse los pantalones”. Por eso sugieren darle un escarmiento a las autoridades. Asumen que ni las marchas multitudinarias de Iluminemos México, ni el discurso de “si no pueden, renuncien”, ni las imágenes cotidianas de decapitados han surtido efecto. La premisa parece ser que sólo si gana el voto nulo en la elección de julio sabrán las autoridades que estamos enfadados.

Comparto la idea de que no votar (o anular el voto) es una manifestación legítima de descontento, y que por tanto representa una posición política que debe ser escuchada. Pero este mensaje no agrega nada nuevo al debate nacional. Vivimos en un país donde habitualmente se abstiene cerca de la mitad del padrón y miles de mexicanos se van por falta de oportunidades. Si la idea del no voto está diseñada para demostrar la inconformidad nacional, en este momento significa algo así como darle de patadas a una liebre moribunda. En todo caso, la idea del no voto parece una propuesta autocongratulatoria, similar a las de los partidos que buscan el aplauso fácil con propuestas de alta visibilidad y cuestionable efectividad (como la pena de muerte).

Seguro que se sentirá bien asistir a la casilla y negarle nuestro apoyo a los políticos. Podemos ser incluso creativos. Votar por Brozo o por El Vasco Aguirre o por cualquiera menos por “ésos”. Y después podremos regresar a casa y comentar con orgullo que hicimos nuestra parte. Que por fin “ellos” entenderán el mensaje. Que Calderón, priístas, amarillos y el resto de esa chusma pueden irse al diablo. Pero llegará la noche, y el crimen seguirá controlando nuestras calles. Y a los narcos no podemos anularlos tan fácil.

Digámoslo como es: anular nuestro voto no es sino una opción de bajo costo para sentir que estamos colaborando sin comprometernos con algo en concreto.

Preocupa que los ciudadanos estemos dispuestos a reducir el margen de maniobra de este gobierno, sobre todo cuando lo hacemos sólo para reiterar un difuso mensaje de insatisfacción. Es cierto que hay elementos corruptos y cínicos dentro del sistema. Pero también hay mexicanos honestos y comprometidos que están poniendo su vida en la raya. La abstención masiva los descalifica a todos por igual, y hace más difícil su trabajo. Y seamos honestos: si estamos perdiendo la guerra contra el crimen no ha sido por falta de atención al tema.

Hay unanimidad respecto a la gravedad de los síntomas. Aunque el diagnóstico varíe entre infarto masivo y gangrena en algunos órganos, a nadie se le ocurre que lo que padece México es una gripa. Lo que sí está pendiente es un debate profundo sobre el antídoto: qué diablos hacer frente a esta crisis. Justo por ello requerimos fortalecer y legitimar al Congreso como foro de debate. Ante la violencia, ¿debemos militarizar las policías o legalizar las drogas? ¿Requerimos más o menos centralización de las fuerzas del orden? ¿Estamos o no dispuestos a relajar el respeto a las garantías individuales? ¿Hasta dónde debemos aceptar la colaboración de gobiernos extranjeros? ¿Cuánto dinero debemos asignar a la lucha contra el crimen, y dónde debemos abrocharnos el cinturón para financiarla?

Anular el voto no resuelve interrogantes ni compromete a los legisladores. Si un candidato apoya la pena de muerte y otro se opone, ¿cuál es el mandato del ganador en el Congreso si una parte significativa del padrón se abstiene? Visto así, nuestra abstención oscurece las preferencias. El diputado electo podrá interpretar el no voto como mejor le convenga y no habrá elementos para contradecirlo. Seremos como los padres de familia que dicen al hijo mal portado que haga lo que quiera, que estamos cansados de él, todo para después preguntarnos por qué toma decisiones que no nos gustan. Paradójicamente, el voto nulo será un gran cheque en blanco.

Que yo sepa, nadie propone derribar al régimen. Aun en un escenario de abstención masiva, las curules serán ocupadas por alguien. Por ello sería más provechoso utilizar esta energía ciudadana tomando partido y dejando claras nuestras preferencias. Si ningún partido convence, es mejor levantar la voz antes de la elección.

El punto de tener elecciones no es sólo rolar las mieles del poder, sino deliberar sobre el futuro de la nación. Se necesitan nuestras voces para exigir y cuestionar, para proponer y respaldar a los bien intencionados. Es fácil descalificar a todo el sistema. Pero hacerlo desde la barrera no nos enaltece como sociedad democrática. Al contrario. Un Estado sin respaldo popular es caldo de cultivo para caudillos y autoritarismo.

Es cierto que el Congreso no ha cumplido con nuestras expectativas. Pero mandar allá diputados sin legitimidad profundizará el problema. Si queremos darle un jalón de orejas al sistema político, definamos las acciones que esperamos de los candidatos, y exijamos que firmen su renuncia por adelantado. No es lo mismo decir “si no pueden, renuncien” que “mejor ni lo intenten”.

Habrá quien diga que los políticos necesitan un escarmiento porque siempre prometen y nunca cumplen. Sin embargo, hay diferentes maneras de decir ya basta, y dejar de votar será contraproducente. ¿Qué pasa cuando los ciudadanos más comprometidos y más independientes se concentran en disuadir el análisis de las alternativas? ¿Qué pasa cuando en lugar de construir un nuevo partido, o de tomar por asalto los que existen, o de exigirle a los partidos estrategias concretas de solución, los ciudadanos nos sentimos satisfechos anulando nuestro voto? Como en el Maratón, gana la ignorancia.

A favor del voto nulo


Andrés Lajous

El Universal

17/04/2009

"Un acto contra el cinismo y la indiferencia"


El voto en México necesita ser defendido frente a dos adversarios que son difusos y cada vez más fuertes. Entre más se fortalece uno de ellos, con más fuerza repercute en el segundo. Funcionan como un ciclo combinado que corroe quizá irreversiblemente nuestra democracia electoral. Estos enemigos no tienen una sola cabeza. A veces se corta una, pero es sustituida por las demás. Sobreviven a lo largo del tiempo entre más los ignoramos, obviamos su existencia o provocan la abstención. El primer paso para enfrentarlos es poniéndoles el nombre de la actitud que los llama a existir: el cinismo y la indiferencia.

Los malos políticos en México viven de nuestro propio cinismo. De nuestra renuncia a tratar de describir un país diferente. Cada que pedimos a alguien que no sea ingenuo, que no sueñe, que acepte la realidad tal y como la definen quienes hoy gobiernan, le estamos pidiendo que no le exija nada a quienes nos representan frente a las instituciones. Le estamos pidiendo que no los empujen a representarnos mejor. Cuando aceptamos en la frustración que “así es la política”, garantizamos que la política siga siendo como es. Cumplimos nuestra propia profecía.

Es de esta profecía que viven hoy los malos políticos. Con ella los invitamos a seguir haciendo lo que hacen: no ofrecernos algo que podamos considerar bueno, y nos incitan a conformarnos con el menos peor. Felipe Calderón lo confirma al decir “lo posible es enemigo de lo mejor”, pero evita decirnos que lo posible hoy son este gobierno, estos partidos con estos políticos. Su diagnóstico no falla, están muy lejos de ser lo mejor. Podemos votar por el menos peor, una o dos veces, pero para la tercera votar pierde todo sentido. ¿Para qué tomarnos el tiempo de votar, si ni siquiera podemos votar por algo que creamos que sea mejor?

Aun así los malos políticos saben que para ganar elecciones necesitan que los pocos que siguen votando voten más por ellos. Ahora están metidos en su propio problema. Su cinismo, con el que renuncian a competir imaginando y proponiendo lo que consideran mejor, les deja como única estrategia de movilización infundir el miedo entre la ciudadanía. Por un lado, el gobierno del PAN, en medio de una guerra entre crimen, policía y Ejército, sin recato le transfiere el nombre del enemigo público al PRI al declararlo en su publicidad “narco”. Por el otro lado, el PRI desde la toma de posesión de Calderón nos amenazaba con tener en las manos la estabilidad (o inestabilidad) del país. Ahora, meses antes de la elección aprovecha para reafirmar su amenaza: “La estabilidad está en juego”. Nada más.

Aun con el miedo como motor electoral, muchos ciudadanos no verán razón para votar. Los malos políticos les dicen “vota por el menos peor”, “vota por el que te dé menos miedo”. Esas no son buenas razones para votar, sino para quedarse en casa, protegerse, aislarse de la sociedad, no volver a abrir la boca y ser indiferentes frente a lo que suceda fuera de nuestra seguridad individual. Así parecen expresarlo los spots del PRD: “Ustedes quédense en casa, sean indiferentes, nosotros desde nuestro centro de análisis (vestidos de negro) podemos tomar todas las decisiones”.

De la indiferencia también viven los malos políticos pero, aún más grave, con ella se gesta el autoritarismo. Cuando las personas se dejan de presentar a votar porque sólo pueden votar por lo menos peor, cuando prefieren quedarse en casa porque creen que su voto no vale o tienen demasiado miedo para salir, ya no hay manera de castigar a los políticos por hacer la política que hacen. Las democracias electorales viven de quienes votan y de quienes cuentan los votos. Si no cumplimos una de esas dos condiciones es difícil que el sistema electoral sobreviva. Los políticos que pueden gobernar sin votos suelen ser malos gobernantes. El autoritarismo ya no tiene la excusa de ser buen gobierno.

La democracia electoral en México no depende sólo de los partidos, pese a lo que sus dirigentes digan, sino de los miles de voluntarios que contarán los votos, y de los otros miles que van a los consejos distritales del IFE a verificar los padrones. También depende de las personas que se levantan ese día y deciden expresarse a través del voto. No hay duda: si ese día no hay votos por contar y votos contados, no hay democracia, aunque haya partidos.

La elecciones no sólo son un sistema de elección de gobernantes, sino uno de información. Permiten saber qué preferencias, preocupaciones y objetivos tiene la sociedad. Cuando unos votan por las izquierdas y otros por las derechas, tenemos una idea de cuántas personas quieren cierto tipo de gobierno con ciertas prioridades. Pero si las opciones no satisfacen a nadie y sólo se vota por el menos peor, entonces no tenemos la fotografía que la sociedad necesita para conocerse, entenderse y tomar decisiones de manera informada. Por eso hay pocas cosas tan graves para una democracia electoral como la abstención. La sociedad y sus gobiernos se quedan sin saber qué piensan los que no votan.

El cinismo provoca la indiferencia y la indiferencia la abstención. Ese es el ciclo del cual se alimentan buena parte de nuestros políticos. La única manera de reventar el ciclo es votando por lo que sí queramos votar. No tenemos por qué aceptar la regla del cinismo y expresarnos por el menos peor, por qué dejar que nos quiten la capacidad para expresar que queremos algo mejor que lo que hay. Votar no es un favor ni un deber; es un llamado que nos hacen nuestras mejores convicciones para actuar y expresarnos. Si este año esas convicciones son que ningún partido que hoy compite las representa, entonces anular el voto es el acto que así lo expresa.

El llamado al voto nulo no debe asustar a nadie. Es un paso para reconocer que buena parte de los problemas del país se debe a cómo nos representan quienes se supone que lo hacen. Incluso es motivo de celebración para quienes creemos en las instituciones electorales de nuestra democracia. El llamado representa el interés de ciudadanas y ciudadanos por comunicarse con el resto a través del voto, aunque no se sientan representados por ningún partido. No hay mejor forma de mandar el mensaje: “Creo en la democracia y en las elecciones, pero no creo en ninguno de los que hoy quieren ser nuestros representantes”. Si quienes quieren protestar no lo pueden hacer a través del voto, dejarán de votar. Cuando nadie vota ahí sí es cuando tenemos que preocuparnos, ahí es cuando la semilla del autoritarismo deja de ser semilla y se convierte en raíz.

Reflexión sobre el sentido político del voto nulo y la abstención


Jorge Javier Romero
El Universal
17/04/2009


"Abstención y voto nulo"

Hacía muchos años que no oía de campañas por la abstención o por el voto nulo. Desde que tengo memoria, el llamado organizado por la abstención más importante, todavía en los años del dominio total del PRI sobre el arreglo político, fue el del Partido Comunista en 1970. Los comunistas —que siempre habían llamado a votar por sus candidatos, aun cuando no eran reconocidos sus votos por no tener registro— en 1970 llamaron a la abstención activa. Se trataba de una protesta por la cerrazón del régimen y por la represión de 1968. Sin embargo, en 1976 el voto por el candidato del Partido Comunista, Valentín Campa, no computado oficialmente pero calculado por la Secretaría de Gobernación, fue un ariete para romper los cerrojos del sistema electoral protegido y provocar la reforma política de 1977.

Para aquella elección, la que nos dejó a López Portillo, el PAN se había quedado sin candidato. Un conflicto interno había enfrentado a dos corrientes partidistas con resultados catastróficos, pues se escindieron y no pudieron postular a nadie para la presidencial, cuando ningún candidato obtuvo la mayoría calificada que pedían los estatutos. Sin embargo, no llamaron a no votar, pues estaban en juego las diputaciones de partido.

Después de eso vino la reforma política y todo comenzó a cambiar. En la primera oportunidad que tuve para votar lo hice con entusiasmo, después de haberme metido de cabeza en la campaña electoral con el PST. Aquella elección movilizó a los nuevos votantes a favor de la izquierda. Sobre todo por el Partido Comunista y sus aliados. Sin embargo, hubo muchos jóvenes, estudiantes universitarios, que no se sintieron interesados y repetían las consignas de la izquierda radical que llamaba electorero al PCM por haber obtenido su registro y pedían el “rechazo total al fraude electoral” en sus consignas de marcha, sobre todo aquel 2 de octubre de 1978, décimo aniversario de los hechos de Tlatelolco, que marcó el inicio de mi compromiso político. Uno de los más destacados abstencionistas de entonces —el más influyente sin duda— era Heberto Castillo, con su PMT, voluntariamente excluido del proceso de reforma.

Después de aquella elección y del efecto demostración que tuvo sobre los dirigentes radicales el ver la relevancia de los diputados de la coalición de izquierda, todos los grupos de la izquierda buscaron tarde que temprano su participación electoral. En 1982, los trotskistas del PRT y los grupos sin participación previa en la coalición de izquierda se integraron al PSUM, sobre todo el Movimiento de Acción Popular, que se sumó a la construcción del nuevo partido convocado por el Partido Comunista y sus aliados previos; el PMT se dividió por el renovado abstencionismo de su líder y varios de sus cuadros se sumaron al esfuerzo de unidad de la izquierda. En 1985 el más testarudo abstencionista buscó su registro y fue diputado.

No es necesario decir mucho del cataclismo de 1988. La bola de nieve de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas movilizó a los últimos rescoldos del radicalismo guerrillero y los metió a la búsqueda de los votos. No hubo desde entonces llamados serios a la abstención, con la excepción de “la otra”, puesta en escena soporífera de Marcos.

El voto se había abierto paso como instrumento de poder social. Con el voto se hizo la democracia mexicana, como bien ha dicho Mauricio Merino. Pero no siempre el voto fue para los candidatos con registro. Antes de la apertura generada por la reforma de 1977, desencadenante del proceso democratizador, el voto por opciones no registradas sirvió para resquebrajar al régimen monolítico.

Desde 1988 el consenso político ha sido contra la abstención. La abstención se ha considerado en buena medida como apatía conforme, sobre todo de los marginados. Se sabe que crece en las intermedias, principalmente en los estados sin elecciones concurrentes de gobernador, pero ha quedado en 2000 y en 2006 en niveles equiparables a los de los países con democracias consolidadas, siempre lejos de las unanimidades propias de los regímenes totalitarios, pero por arriba del 60%. En 1997, elección intermedia, la votación subió por la novedad de la elección del jefe de Gobierno de la ciudad de México.

Sin embargo, ahora se oyen voces por la abstención y por el voto nulo. No vienen como en los 70 y 80 de la radicalidad de izquierda sino de las capas medias urbanas. Se trata de dos acciones distintas con consecuencias diferentes. Una implica la apatía condescendiente. El otro es un acto que requiere de ir a la urna y anular el voto expresamente. La primera rompe el vínculo del ciudadano con la representación. En cambio, lo segundo puede constituir un acto de protesta contra el sistema de registro de partidos que deja a muchos ciudadanos sin opción de voto.

La legislación mexicana no contempla el voto en blanco, y aunque las boletas traen un espacio para candidatos no registrados, lo asentado ahí no se computa. La posibilidad de ir a votar para decir que ninguno de los partidos le dice nada al elector no está legitimada por el arreglo electoral mexicano. Sin embargo, el hecho de que estén surgiendo voces que dicen que ninguno de los partidos entusiasma demuestra que el sistema de registro —ideado en su día para proteger al PRI, abierto en la ley de 1977 y vuelto a cerrar en 1996 como nueva protección a los partidos pactantes— ya requiere ser modificado para abrir, en lugar de estrechar reforma tras reforma, los cauces de participación.

Sin duda, el berrinche de las televisoras hace que de por ahí surjan muchos de los llamados a la deslegitimación de la elección. Eso lo haría una abstención abismal. Sin embargo, ir a votar como un acto de protesta, con una consigna específica, que cuestione a los partidos actuales, no es en sí mismo un acto antidemocrático. Incluso puede tener características interesantes si se concentra en la elección de diputados federales, aunque se vote por los partidos en las demás; y sí se puede medir. No estoy defendiendo la opción. Sólo creo que una acción concertada en ese sentido tendría que se tomada en cuenta por los políticos como señal de alarma ante su capacidad de representar intereses. Ellos son los responsables de que una idea así se abra paso.

Y es que también está el hecho de que la elección intermedia en el presidencialismo democrático está dejando de tener sentido. Sólo puede complicarle más las cosas al presidente, mientras que poca mejora puede esperar de ellas. Y no me refiero sólo a las que vienen sino a todas. Es una más de las fallas del arreglo presidencial al que estamos aferrados, pero esa es otra historia.

jueves, 23 de abril de 2009

Argumentos a favor del voto nulo


José Antonio Crespo
Excelsior
30/03/2009

"Piensa, compara y... ¿vota?"

El IFE, a través de sus mensajes, nos recomienda que en esta elección primero pensemos, comparemos, reflexionemos, antes de votar. Promover la participación electoral constituye, desde luego, parte de las responsabilidades del IFE. El Instituto afirma que, con nuestra participación electoral, podemos generar al ansiado cambio. Pero eso presupone que algún partido en realidad tiene la capacidad y la voluntad de emprender ese cambio, cosa que muchos ya dudamos a estas alturas. De tal modo que, así como numerosos ciudadanos están comparando y reflexionando por quién votar, otros están entre sufragar por algún partido (el que les parezca menos malo) o de plano no hacerlo por ninguno. Más aún, algunos electores ya decidieron no otorgarlo a ningún partido y simplemente están cavilando sobre si concurrir a las urnas para anular su voto o ni siquiera presentarse en la casilla. La más reciente encuesta de GEA-ISA calcula en alrededor de 65% la abstención, la cual ocurriría a causa de apatía endémica, decepción con todos los partidos políticos o por desconfianza hacia el sistema electoral en su conjunto.

Para aquellos ciudadanos a quienes ningún partido logra convencer, porque no ven ya gran diferencia entre ellos, puede surgir la duda de qué es más pertinente y racional: anular el voto o simplemente abstenerse. Eso depende de varios criterios. Por un lado, está la concepción del acto mismo de votar: ¿es un deber cívico o un derecho político? Formalmente, son ambas cosas, pero en la mente de cada individuo puede predominar alguna de las dos acepciones. Para quien considere que votar es esencialmente un derecho, y si ningún partido le llama la atención, puede serle atractivo simplemente abstenerse. Estaría renunciando voluntariamente a ese derecho. No siente ningún resquemor cívico por ello. Para quienes, en cambio, sufragar es un deber cívico (aunque no haya sanción legal si no se vota), puede haber un cierto “costo emotivo” de no presentarse a hacerlo. Pero si además ningún partido lo convence, la forma de resolver ese dilema es anulando el voto: habría cumplido con su deber cívico de votar. ¿Por quién? Por nadie. En numerosos países democráticos la boleta misma incluye un recuadro en que aparece la leyenda “ninguno” o algo parecido, lo queda da al votante la legítima opción de rechazar inequívocamente a todas las ofertas partidarias a base de un “voto en blanco”. Sería bueno tener en México dicha alternativa en la boleta, pero los partidos harán lo que esté en sus manos por impedir o retrasar esa posibilidad. Mientras tanto, el equivalente al “voto en blanco” es anular la boleta cruzándola por completo.

Viene después como criterio la extensión y la naturaleza del rechazo. En principio, podría decirse que si éste se limita a los partidos (aunque abarque a todos por igual), pero no se desconfía del sistema electoral, sus reglas e instituciones, lo lógico y racional sería entonces presentarse a la urna y anular el voto. Ese acto no sumará el voto del elector en favor de ningún partido, según ha sido su voluntad, pero sin debilitar al sistema electoral en su conjunto. Pues un alto nivel de abstención puede también reflejar la debilidad o falta de credibilidad, no sólo en los partidos políticos, sino en el proceso y en las instituciones electorales. Pero, por eso mismo, para el elector que haya dejado de confiar completamente en el sistema electoral, y no sólo en los partidos políticos, la forma más clara e inequívoca de expresar su posición sería absteniéndose, más que anulando su voto.

Finalmente, viene una consideración de tipo estratégico. Quien simplemente desee rechazar al sistema electoral y/o los partidos, sin esperar ya nada de nadie, es más probable que no concurra a las urnas. En cambio, habrá quien vea el abstencionismo o la anulación del voto como una forma de presionar a los partidos, de modo que se percaten del alejamiento que al parecer existe con respecto a los ciudadanos, y hagan algo drástico para corregir esa situación. En esa lógica, un voto muy copioso será entendido por los partidos como que han hecho buen trabajo, que tienen buena representatividad y, por tanto, no hay mucho que cambiar. Con ese razonamiento, podría adecuarse el eslogan del IFE: “Con tu voto, la partidocracia crece, y se fortalece”. En cambio, una fuerte abstención o anulación del voto podría provocar que los partidos acepten reformas al sistema de representación, deleguen parte de su poder a los ciudadanos o provoquen nuevos cambios en el sistema electoral. Para quien haga tales cálculos, la pregunta es si es más racional la abstención como tal, o la anulación. A mi juicio, podría ser más eficaz un abultado número de votos nulos en vez de una amplia abstención. Hace seis años se registró una abstención de 60%, ante lo cual los partidos se dijeron preocupados durante un par de semanas, para después continuar como si nada. Quizá, de rebasar en esta ocasión los votos nulos el promedio habitual (2% en 2006), los partidos pondrían más atención al fenómeno. Por mi parte, he optado por el voto nulo debido a razones estratégicas, aunque me parece que quienes decidan abstenerse lo pueden hacer legítimamente, pues considero al voto más como un derecho que puede ser voluntariamente declinado que como un deber cívico que ha de ser cumplido, aun en contra de las propias convicciones. En todo caso, es más probable que los desencantados con los partidos, con el sistema electoral o con ambos, simplemente decidan no concurrir a las urnas, a menos que tengan una fuerte concepción del sufragio como un deber cívico o que es mi caso piensen que la anulación puede ser una estrategia con mayor probabilidad de ser eficaz que simplemente abstenerse.

Argumentos en contra del voto nulo y la abstención


Octavio Rodríguez Araujo
La Jornada
23/04/2009

"Ante la crisis de representación"


El número de encuestas sobre las próximas elecciones se multiplica, como ha ocurrido desde algunos años conforme se acerca el momento en que los ciudadanos elegimos a nuestros representantes, sean en el Poder Ejecutivo o en el Legislativo. Ahora es el turno de la Cámara de Diputados y de otras elecciones locales que coinciden en la misma fecha.

Las encuestas conocidas nos hablan de alta abstención y de cierta inclinación al voto nulo. Ambas expresiones, que ciertamente pueden darse en julio, serían una demostración de que los partidos y sus candidatos han caído en descrédito. Pero también la llamada cámara baja, lo cual no sería una novedad.

Los diputados en México no han gozado de la simpatía de los ciudadanos desde, por lo menos… siempre. Hubo una época, si le creemos a Rudolph de la Garza en un viejo estudio sólo publicado en español parcialmente, en que los diputados cumplían también funciones de gestoría. Pero desde hace unos 40 años con trabajos son identificados en el distrito donde fueron electos, sin duda porque han hecho muy poco por sus electores, si acaso los han tomado en cuenta. Los diputados son, en conjunto, representantes de la nación, pero individualmente se deben, refiriéndome a los de mayoría relativa o uninominales, a quienes los llevaron a la Cámara. Los de representación proporcional o plurinominales, en cambio, se deben a negociaciones en la cúpula de sus partidos para lograr los primeros lugares en las listas que nos presentan en cada elección (tal vez esto explique por qué algunos precandidatos cambian de partido, pues no será lo mismo ocupar el lugar 15 en una lista que el tercero, por ejemplo).

No es exagerado decir que en México, y quizá en muchos otros países, los políticos y la política se han desprestigiado en años recientes, sobre todo a partir de que tanto izquierdas como derechas se corrieron a un conveniente centro donde han terminado por confundirse unos con otros. En el centro político, cuya característica principal es la ausencia de compromiso con una clase social concreta, todos los partidos se parecen y ofrecen más o menos lo mismo. El centro es, de alguna manera, la no definición y ésta, a su vez, la mejor forma de ganar más votos, pues es más incluyente que las propuestas más definidas, más comprometidas, más clasistas. Cualquier partido que quiera de veras ser competitivo en los tiempos actuales tendrá que ubicarse en el centro ideológico y político, es decir, en el poco o nulo compromiso con determinados sectores de la población.

Sin embargo, en lo anterior ocurre una paradoja: un partido de centro (izquierda o derecha) gana más votos que si fuera de izquierda o derecha radicales, pero pierde credibilidad, identificación del elector con él. Es probable que esto explique por qué los líderes han podido posicionarse por encima de los partidos y con más éxito que éstos.

La extensión de la paradoja mencionada tiene un resultado más o menos visible: cada vez menos ciudadanos se identifican con los partidos existentes, con los órganos de representación y con la política. Si A se parece a B y B se parece a C, ¿por qué votar? Y, si además, una vez que están en la Cámara o en el gobierno de un estado o en la presidencia de un municipio no hacen lo que prometieron en campaña ni lo que demanda la gente, menos interés por votar.

El problema es que si pocos votan y muchos se abstienen o anulan su voto en las casillas electorales, no cambian las cosas. Los que voten, sean los que sean, decidirán la composición de la Cámara o el gobierno de un estado o de un municipio. La representación en las democracias se gana con votos, con un voto más que los contrincantes. La legitimidad que otorgan las mayorías no les importa a los representantes o, en otra interpretación, las mayorías son las que ganan aunque sean menos que las mayorías que se abstienen. Así funcionan las reglas democráticas. Y, dicho sea de paso, la democracia no tiene la culpa de la pérdida de credibilidad de los partidos y de sus candidatos. Son éstos los culpables por no ofrecer en el discurso y en sus acciones suficientes atractivos para ganar realmente a las verdaderas mayorías y hacer de la democracia un ejercicio de auténtica participación popular. Bien decía Carlos Vilas que la democracia representativa está relacionada penosamente con la participación social, peor cuando los partidos poco hacen, si acaso, por incitar responsablemente tal participación de la sociedad. López Obrador lo está intentando arengando al pueblo y trasmitiendo su mensaje en su ya largo recorrido por todo el país, pero los partidos no han hecho lo mismo. ¿Pensarán los dirigentes de los partidos que es responsabilidad de la Secretaría de Educación Pública levantar y formar la conciencia política del pueblo? No lo creo, pero tampoco cumplen esta función, ni como partidos ni como representantes electos. ¡Y luego quieren que voten por ellos!

Lo que ahora está en juego en el ámbito federal no es la Presidencia sino la composición de la Cámara de Diputados. Hagamos todo lo posible por que el PAN, que en las encuestas está mal, pero mejor que el PRD, gane el menor número posible de curules. No será anulando los votos ni quedándose en casa como se podrá castigar al partido blanquiazul. Habrá que participar, aunque sólo sea para disminuir la representación del PAN. Todos los partidos se parecen, pero no son iguales, y esto hace la diferencia. Muchos dirán que no hay a cuál irle. De acuerdo, pero, como en todo arreglo partidario, siempre hay unos que están más a la derecha que otros.

Hay, ciertamente, una crisis de representación, pero no hagamos de ésta una crisis de participación. De nuestra participación dependerá que los derrotados no seamos nosotros.